Es tan obvio como respirar. Existe, está ahí. Es un dolor placentero que solo entiende de sufrimiento. Contradictorio, tal vez. Exagerado, ¿por qué no? Lo cierto es que está y es tan común como pestañear. Te construye y te destruye por igual. Asusta tanto como la imagen de la muerte que, implacable, es capaz de asustar a cualquier que desee vivir eternamente. Se apodera de ti y no sale. Todo el mundo lo ha experimentado, es imposible vivir sin saber de él. Solo quieres gritar, escapar, huir, llorar, chillar, olvidar, abandonar sin que nadie te lo impida. Solo quieres soledad. Solo tú y tú mismo. Duele. Mucho. Es la imagen del vació con cara de desesperación. Frustración palpable en la mínima gota de polvo. Dolor que está, puntualmente una vez en semana. No se olvida. Siempre te hace sentir ese orgasmo que escuece. No acaba. Solo desaparece gradualmente. Entonces se da cuenta de su inminente desaparición y decide resurgir. Como algo salido de la nada. Te domina. Busca vivir para siempre. No importa que trates de evitarlo. Siempre regresa. Se apodera. No tiene compasión. No tiene miedo. Solo tú te asustas. Y siempre, siempre regresa. Incluso cuando crees que estás a un paso de la deseada felicidad. Él aparece. No falla. Nunca.
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