Es
entretenido ver a la gente paseando por la calle. Ajenos a todo. O
cavilando sobre aquello que más les atormenta. Me encanta ver a la
gente caminando por ahí. Contemplar lo absolutamente desconocidos
que son. Sentir, con su mirada, lo que piensan y sentir como si
pudiéramos leer su mente. Aunque, sin duda, lo más caótico es
pensar que haya alguien por ahí que se aventure a hacer lo mismo con
nuestras asustadas expresiones. La cara es, indudablemente, el espejo
del alma. En mi caso particular es una tarea pendiente. Todo lo que
pienso mi cara lo refleja. Como si no tuviera ningún tipo de control
sobre ella. O lo que es aún peor, como si quisiera que supieran lo
que pienso sin necesidad de pasar el mal trago de darlo a conocer. A
veces cuesta dios y ayuda decir las cosas. Digámoslo claramente,
vivimos en una sociedad de auténticos cobardes. Todo nos asusta. A
todo tenemos miedo. E incluso nos produce auténtico pánico. Como si
de los últimos segundos abordo de un barco que naufraga se tratara.
Aconsejamos al mundo que saquen su valentía a flote, que la den a
conocer. Es más, nos atrevemos con un “quien no arriesga no gana”.
Y entonces cavilamos y ponemos sobre la mesa cuántas veces hemos
puesto en práctica aquello que sin tapujo alguno nos permitimos
predicar, evidentemente estas brillan por su ausencia. Intentamos
convencer a los demás de ello, pero somos los primeros a los que no
nos sale la voz o nos tiemblan las manos cuando queremos dar a
conocer aquello que podrá cambiar indefinidamente el curso de una
historia. ¿Cómo saber que lo que podemos ganar supera con creces
aquello que podremos perder? ¿Cómo entender que aventurarse será
algo más que positivo? Ahora diría: si no arriesgamos jamás lo
sabremos. Pero, evidentemente, no haría más que evidenciar lo que
recogen las líneas expuestas. Cobarde.
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